Las cosas pequeñas, las que tomamos por dadas, tienen la capacidad de cambiar nuestra visión del mundo. Esto, precisamente porque no esperamos que lo hagan.
Una noche, mientras nuestra pequeña familia disfrutaba de esas brisas que cortan el bochorno veraniego, un gran zumbido entró volando por la puerta. Oliver brincó, nunca había oído tal sonido y mucho menos de tan cerca. Buscando qué hacer en la reacción de mamá y papá su carita preguntaba: ¿qué fué eso?
Mamá, sabiendo bien que era algún escarabajo, gritó. No tiene buena opinión de esos insectos. Oliver me volvió a ver con ojos grandes. Me reduje a su estatura y exclamé “¡vamos a la caza!” Con dos años seguro entiende poco de lo que propuse pero igual me siguió la corriente. Si papá está emocionado, esto tiene que estar bueno.
El zumbido surcó el aire nuevamente. “Creo que está bajo el sofá,” dijo mamá. Se había metido al juego pero mantenía su distancia. Además, estaba aliviada de que papá se encargaba de esa cosa. Ahí lo encontré, bajo el sofá totalmente quieto en la sombra—tratando de ser invisible. Lo tomé delicadamente de su escondite. Óliver observaba intensamente.
Regresé al sofá con el puño entreabierto y Óliver, quien estuvo a mi lado todo el tiempo, observaba con cautela al abrir mi mano. Ahí estaba, una bola negra que hacía absolutamente nada. Por un momento se me ocurrió que había levantado el insecto equivocado o que estaba muerto. Suavemente reboté la mano a ver si algo hacía. Abrió las piernas. Bien. Se está moviendo.
Al instante Óliver me agarró la mano para sacudirla y poner al escarabajo en movimiento. Me mantuve quieto y dije “suave, hay que ser suave”. Se detuvo, inseguro de qué hacer. Entonces tomé su pequeña mano y puse el insecto aterrado en su palma. Él no se movió. El insecto tampoco.
¡El primer escarabajo de Óliver! Esto había que fotografiarlo, ¿verdad?
Entonces, mientras él agarraba al escarabajo yo agarré mi cámara. Un instante después Óliver estaba con risillas y el insecto se movía. Lo ayudé a mantenerlo en la mano y él, de manera muy deliberada procuraba no aplastarlo en su manos torpes de dos años. Yo, hice unas fotos.
Observamos al escarabajo por unos minutos. La manera en que las alas forman una cascarón perfecto sobre su espalda. Las curiosas extremidades delanteras usadas para rejuntar estiércol. El profundo y casi perfecto negro de su cuerpo. Óliver disfrutó de cada instante—absorbiendo todo con ojos grandes y una sonrisa. Con costos contenía su emoción. Más de una vez tuve que quietarle la mano. En cada ocasión recobró la compostura y regresaba al escarabajo.
Después de unos minutos nos acercamos a la ventana y, sin más, lo lanzó. Su gran sonrisa es todo lo que necesitaba saber.
Las cosas pequeñas han sido mis mayores descubrimientos. Éste escarabajo, antes de Óliver, hubiera sido divertido pero nunca lo hubiese apreciado como hoy. Fué la primera vez que Óliver ve una, la agarra en su manita, permite que le camine y lo suelta.
Esta simple viñeta es un ejemplo ingenuo de la mente Zen. Lo que había visto un millón de veces fué hecho nuevo por los ojos de un niño de de dos años.
Ver el mundo nuevamente, como si fuera la primera vez, es un regalo maravilloso.
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Editora: Bryonie Wise
Foto: Cortesía del autor
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