En algunas ocasiones nos encontramos ante situaciones que nos causan dolor.
Ya sea un lugar, una persona, un trabajo, o un hábito—la situación que nos causa ese dolor es la razón principal que nos mantiene en donde estamos, con quien estamos, o haciendo lo que sea que estemos haciendo. Nos acostumbramos a la comodidad del dolor, cuando ya aceptamos su predictibilidad se convierte en nuestro hogar. Nos da lo que nosotros creemos necesario—refugio, amor, comprensión y aceptación—entre otros lujos que ansiamos.
Y es probable que lo que nos causa el dolor nos ofrezca todas esas cosas. Tal vez sí crea un hogar decente en donde podemos recostar nuestra cabeza y descansar al ritmo del dulce sonido de lo ordinario.
Pero ese dolor no significa nada. Significa que no es del todo un hogar, al menos no el mejor que podemos crear, no el correcto para nosotros.
Y luego de comprender eso, debemos encontrar el valor de alejarnos—de arrancar nuestras raíces de la comodidad con la que nos identificamos tanto. De conducirnos lejos de ese refugio, amor, entendimiento y aceptación en el que nos habíamos conformado, a pesar de la persistente presencia de ese extraño dolor.
Pero alejarnos es duro. Y, por más que quisiera decir que siempre es una opción posible y fehaciente—no lo es.
A veces no podemos alejarnos. A veces tenemos responsabilidades que cumplir, y en ocasiones, esas responsabilidades no se pueden simplemente desvanecer mientras nosotros realizamos nuestra huida. De cualquier modo, no podemos alejarnos. Sabemos que si nos quedamos solamente estaremos prolongando los años, meses o tiempo de vida equivalentes al sufrimiento que hemos soportado.
Este es el momento en el que tenemos que darnos cuenta que hay varias maneras de huir.
A veces alejarnos pareciera que vendemos casi todo lo que poseemos, empacamos nuestras cosas y nos vamos de viaje; ¿a dónde exactamente? No lo sabemos pero, en realidad no necesitamos saberlo. Solamente sabemos que tenemos que alejarnos, así que nos vamos a cualquier lugar. Recogemos las piezas que hemos escogido llevar con nosotros, dispersamos aquellas que escogimos dejar atrás y hacemos nuestro mejor esfuerzo para empezar de nuevo con nuestros pedazos rotos. Con las partes verdaderas de la cual surgió el dolor y ya no podemos negar.
Parece que a veces alejarnos es renunciar a nuestros trabajos, divorciarnos de nuestro cónyuge, terminar una amistad o resolver un hábito. Ya sea que tengamos una razón concreta para hacerlo o sea simplemente porque ya no funciona, nos alejamos porque algo muy profundo en nuestro instinto nos dice que nuestro bienestar depende de eso. Nos alejamos porque no tenemos una razón para quedarnos, porque cada momento que permanecemos allí es un momento que nos priva de toda la energía necesaria para vivir otro día de manera exitosa. Confiamos en el agotamiento de nuestro corazón y encontramos la manera de liberarnos.
Pero lo más complejo, y aun así la manera más simple y sorprendente de alejarnos, es cuando al hacerlo pareciera que debemos de quedarnos—porque a veces seguir adelante significa quedarse quieto mientras discernimos las maneras en que debemos cambiar y adaptarnos a lo que nos causa dolor.
Al alejarnos, en este caso, es cuando llegamos al único lugar que importa—un lugar en donde la verdad no puede permanecer dormida, un lugar en donde la sutileza toma el papel protagónico, un lugar en donde la clave para poder descansar tranquilamente se encuentra en las pequeñas cosas que pasamos por alto.
Puede que queramos irnos, pero debemos quedarnos por varias razones. Puede que la razón de quedarnos sea que no podemos vender nuestras cosas, agarrar nuestras maletas e irnos a cualquier lugar, renunciar a nuestros trabajos o terminar nuestra relación. Tal vez esas cosas no son factibles, tal vez ni siquiera sabríamos como o por dónde iniciar ese proceso.
Puede ser que la mayor sanación provenga de alejarnos pero quedándonos en donde o quien estemos haciendo lo que hacemos; pero, haciendo las cosas, ya sea en ese lugar o con las mismas personas, de una manera distinta.
Tal vez alejarnos pero quedándonos sea más una manera de recrearnos a nosotros mismos en el ámbito familiar, y lo que ya no se ajusta a los cambios que haremos naturalmente desaparecerán—el lugar, la persona, el trabajo, el hábito, lo que nos causa dolor—y todo eso porque tuvimos que quedarnos, aun cuando pensamos que no podíamos, aun cuando sabíamos que debíamos alejarnos.
Esta manera de alejarnos es la que nos salva, nos enseña la manera de socavar nuestro propósito de hacer una vida. Es la oportunidad que nos damos a nosotros mismos de conocer las pruebas y alegrías de empezar de nuevo sin haber ido a ningún lado o sin haber eliminado a alguien de nuestra vida, o haber renunciado a nuestro trabajo. Y pronto nos damos cuenta que nunca hubiésemos tenido que hacer esas cosas—todo lo extraño (o repentino) desaparece lentamente a medida que nosotros cambiamos y nos adaptamos a la nueva luz de nuestra superación.
Solamente entonces nos damos cuenta que tal vez nunca tuvimos que irnos—al momento en que nosotros cambiamos, sin cambiar el lugar o personas con las que realizamos las cosas, lo que nos causa dolor desaparecerá.
Alejarnos es algo natural—el empezar de nuevo es alegría.
Y tal como haríamos para sellar cualquier viaje para alejarnos, recogeríamos las piezas con las que queremos quedarnos y esparcimos las que ya no necesitamos. Empezaríamos de nuevo desde allí, desde el lugar que nunca dejamos, pero que ciertamente nos cambió, de las partes que nos sanaron, de las partes verdaderas que aparecieron del dolor, ese del que nunca necesitamos alejarnos.
“Espero que el alejarse sea alegre, y espero no volver nunca más.” ~ Frida Kahlo
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Link del artículo oríginal:
How to Leave When We Have to Stay.
Autor del artículo: Sara Rodriguez
Traductora: María José Barillas García
Editoras: Catherine Monkman (Inglés) / Yoli Ramazzina (Español)
Foto: Flickr/Dee Ashley
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