Recuerdo que mi padre me explicaba sobre los otros médicos en su hospital: uno compró un coche deportivo rojo, otro empezó un pasatiempo peligroso, y otro consiguió una mujer más joven y más rubia.
Él llamaba a esas experiencias parte de “una crisis de la mediana edad”—un término que no entendí a mi edad joven, pero sabía que tenía que ver con todo tipo de comportamiento loco.
Cuando llegué a los 42 años, de repente entendí perfectamente: esta existencia preciosa terminaría. Tal vez la pandemia provocó esta temprana conciencia, pero un pensamiento ocupó mi mente: tienes tiempo limitado, senderos limitados, aventuras limitadas, emociones limitadas. ¿Continuarás flotando en el río perezoso de hitos—la universidad, trabajo, matrimonio, hijos, retiro, muerte—o te zambullirás hacia el agua glacial y nadarás a un lugar desconocido?
Cuando te has dado cuenta de que tu vida va a terminar entre hoy y 50 años, el lente se hace negro y blanco. La pequeña voz en tu mente aumenta la tensión: ¿debes quedarte con la vía segura que has escogido o debes mudarte a Costa Rica para abrir un santuario de perezosos? ¿Soñar entre las paredes de tu vida actual o asustarte con visiones más grandes de lo que puede ser?
Las preguntas que vienen son alarmantes:
¿Me enamoraré otra vez?
¿Viajaré a todos los lugares dónde he querido ir?
¿Cumpliré mi potencial en mi carera?
¿Haré un impacto en este mundo?
¿Pararé de dudar de mí misma de una vez por todas?
¿Escribiré mi libro?
¿Tendré bastante tiempo sola?
Los minutos empiezan a hacer tictac, la manecilla ruidosa en tu oído, y un mensaje llega por la pantalla de tu cerebro: ¡estás gastando el tiempo! La urgencia de hacer algo aumenta, pero en vez de un Corvette o hacer parapente, imagino contactar a personas de mi niñez, ir en un retrato de meditación, o cambiar mi carera. Imagino hacer más de lo que quiero, y menos de lo que quieren los demás.
Pienso en mi abuela, quién fue una mujer viuda durante 25 años después de que se murió mi abuelo. La gente le preguntaba si quería casarse otra vez. Ella se sonreía como un gato Cheshire y decía, “¿Por qué? Ahora solo soy responsable de mí misma.” Ella tenía los recursos para viajar, salir a comer con amigas, o mirar un show de Broadway — era su premio por una vida diligente. Extrañaba a su marido pero estaba contenta con la segunda parte de su vía ¿Pero qué tal si no hubiera sobrevivido a mi abuelo?
Para una mujer, su crisis de la mediana edad no es querer ser más joven. Es querer más tiempo consigo misma, querer vivir de un lugar egoísta, que no requiere tomar en cuenta las necesidades de otras personas.
Quiere conocerse profundamente, auténticamente, fuera de los confines de sus roles varios. Quiere reconocer la parte “indominato” —como dice la autora Glennon Doyle— y libre, que quizás no la ha tocado desde la adolescencia.
Una crisis de la mediana edad está arraigada en las cosas que hemos tenido que abandonar. Para los hombres, tal vez es su destreza sexual—esa energía vital que les hace sentir joven e invencible. Para las mujeres, es su yo interior auténtica, desconectada de las expectativas de otras personas. Si podemos dejar que esas partes penetren nuestras vidas antes, no necesitaríamos explotar todo para encontrarlas otra vez. O tal vez, es lo hermoso de una crisis: de volver a empezar, reclamando lo que siempre fue lo nuestro.
Read 0 comments and reply